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Emilio J. Armas Ramírez, profesor de Secundaria y miembro del Secretariado Nacional del STEC-IC

Aulas de Castigo

Las ratios elevadas y los horarios irracionales desmotivan al alumnado y extenúan al profesorado

La calidad de la Educación Pública empieza a convertirse en un manido tema de conversación en prácticamente cualquier foro, como si del tiempo o los deportes se tratara. Y es que, aunque todo el mundo habla de ella, lo cierto es que a muy poca gente le interesa si se invierte mucho o poco en la educación de nuestros hijos e hijas y, menos aún, si esa inversión se hace en la dirección adecuada o si, por el contrario, genera mayores diferencias sociales y profundiza la brecha que existe entre quienes pueden pagarla y quienes no.

Traigo esta reflexión a colación de la demanda de reducción de la jornada lectiva del profesorado y de la ratio alumnado por aula que fueron incrementadas al albur de la crisis económica hace ya seis años. En estos días en que los docentes empiezan a anunciar movilizaciones contra esas medidas, es fácil escuchar a quienes les critiquen por no querer trabajar, o cosas aún peores. Sin embargo, lo que de verdad me gustaría escuchar es un debate acerca del beneficio que dichas medidas han podido aportar a nuestro alumnado. Ya les adelanto yo que ninguno. Al revés, ambas medidas han provocado un efecto tremendamente perverso pues, tanto las ratios elevadas como los horarios irracionales, provocan desmotivación entre el alumnado y acaban extenuando al profesorado, convirtiendo las aulas en auténticas celdas de castigo.

Hace una década, el STEC-IC ya reivindicaba una reducción significativa de las ratios en todas las etapas y, respecto a la jornada, reivindicaba la equiparación de todo el profesorado (entonces el cuerpo de Maestros tenía 25 horas lectivas frente a las 18 del resto). También reclamaba computar como lectivas dos de las horas complementarias con lo que, de las 18 lectivas, sólo 16 serían curriculares. Estas medidas se justificaban en la necesidad de disponer de mayor tiempo para preparar y evaluar clases y actividades y, al mismo tiempo, favorecer la atención individualizada como única fórmula eficaz para mejorar los resultados de nuestro alumnado que ya entonces eran preocupantes. Una década después, no sólo no hemos avanzado en la línea apuntada por el STEC-IC sino que, por el contrario, hemos incrementado las ratios en todas las etapas y la jornada lectiva a todo el profesorado, excepto al del cuerpo de Maestros, y menos mal porque bastante tienen ya con las 25 horas.

¿Y cómo han repercutido estos recortes en el trabajo diario del aula? Para responder a esta pregunta hay que ponerse en situación. Ahora que todavía mantenemos fresco el recuerdo de la semana santa, en la que hemos compartido muchas horas al día con nuestros hijos e hijas, será más fácil. Supongan que no se trata de una semana, sino de todo el curso y que no son sólo sus hijos, que son 26, mejor 30… No, en realidad, si hablamos de secundaria, puede tratarse de un grupo de hasta 33 adolescentes que, dependiendo del curso, tendrán entre 12 y 16 años. Pongo esta etapa como ejemplo porque, con las hormonas en plena efervescencia, un aula masificada puede ser una auténtica olla a presión. Añadamos que, en muchos casos, el alumnado no entiende que su futuro, y hasta su propia felicidad, dependen en gran medida de cómo afronte la etapa que está viviendo y la importancia que tiene para ello la formación que el centro educativo puede aportarle. También hay que considerar lo poco atractivo que, para el alumnado, resulta un aula, debido a la falta de recursos que asola a los centros educativos como resultado del planteamiento puramente economicista de nuestros dirigentes, que no consideran la educación como una inversión sino como un gasto que tratan de evitar a toda costa. Por último, no podemos obviar la saturación que sufre el profesorado, que ha visto como en los últimos años los avances tecnológicos, en vez de facilitarles la tarea, a menudo, se la complican y que cada cierto tiempo les son asignadas otras nuevas, muchas de las cuales son superfluas o no tienen nada que ver con la función docente. Con todos estos condicionantes, un aula puede acabar convirtiéndose en un lugar detestado para el alumnado, una especie de cárcel de la que quieren salir como sea y, con frecuencia, una parte de este alumnado identifica al docente con la persona que se interpone entre esa insoportable situación y el lugar donde quieren estar, esa idílica libertad que todo adolescente anhela. Quienes hemos pasado esa etapa sabemos cuán obstinado se puede llegar a ser y, como docente, no me seduce la idea de sentirme considerado como una especie de carcelero. Sobre todo, cuando la inmensa mayoría de los docentes también vivimos nuestro propio suplicio cada día porque, al margen de los sinsabores que tenemos que superar en el aula, nos llevamos gran parte del trabajo a casa y, después de 30 horas de permanencia semanal en el centro (a veces, incluso más), todavía tenemos que preparar y evaluar clases, actividades y exámenes, preocuparnos por el alumnado que no progresa adecuadamente, diseñar actividades específicas de recuperación para que puedan superar los criterios de evaluación y estándares de aprendizaje de la etapa y alcanzar las competencias básicas del currículo, sin olvidarnos del sinfín de memorias e informes que debemos elaborar, sabiendo que la mayoría nunca serán leídos. Por si todo eso fuera poco, también debemos soportar el continuo cuestionamiento de una parte de la sociedad que, por desinformación, se deja influenciar por quienes, interesadamente, alientan la idea de que el profesorado es responsable de todo lo que va mal en la educación, sabedores de que la mejor manera de hacer negocio a partir del sistema educativo es socavando la encomiable voluntad y profesionalidad del profesorado, sin el cual, a estas alturas, de la Educación Pública ya no quedarían más que escombros.

Por tanto, cuando en la próxima conversación, en lugar del tiempo o los deportes le hablen de las reivindicaciones de los docentes, no se deje influir por quienes tienen interés en dañar la Educación Pública, piense que precisamente los docentes son los primeros interesados en una educación pública de calidad y que nuestros hijos e hijas merecen una educación con todas las condiciones que el profesorado está demandando, y mucho más.

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Source: Emilio J. Armas Ramírez
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