Lo mejor de Donald Trump
Tras obtener su cargo de presidente de los Estados Unidos de América, Donald Trump está haciendo gala, sin el menor disimulo, de sus muy notables pretensiones reaccionarias y confirmando las peores expectativas. Efectivamente, el nuevo mandatario norteamericano quiere devolverle a la potencia hegemónica mundial su carácter más imperialista, fundado en el supremacismo anglosajón, la ideología que pretende la superioridad de ese modelo cultural y su derecho a prevalecer sobre los demás.
Y, para ello, se ha rodeado que una cohorte de multimillonarios encantados de su condición y convencidos de su idoneidad para ocuparse de los intereses generales, tanto internacionales, como internos: lo que es bueno para la América blanca, rica y belicosa es bueno para el mundo; lo que es bueno para las élites, lo es, también, para el pueblo llano. Nada nuevo bajo el Sol. Hacia afuera, relación privilegiada con las cúpulas de poder de Inglaterra y Australia, sus coaligadas en la coerción al resto de las naciones; con los demás gobiernos occidentales, colaboraciones tácticas; y, con los países emergentes y tercermundistas, la más cruenta explotación. Hacia dentro, los órdenes democráticos y sus garantías constitucionales seducidas a la mínima expresión; culto a los intereses de la clase social formada por las personas más ricas y sus empresas; y empleo de estrategias demagógicas para condicionar al conjunto social y convertirlo en instrumento de esas ambiciones.
Todo ello, desde luego, hace mucho tiempo que es así. Al menos, desde “la revolución conservadora” de representaron Ronald Reagan y Margaret Thatcher, la alianza entre EEUU y el Reino Unido que, desde finales de los años 70 del pasado siglo, revitalizó al movimiento conservador en el “primer mundo” hasta extenderlo globalmente. Y así, los intentos de los fariseos biempensantes que pretenden cargar las tintas en los aspectos más caricaturescos de Donald Trump para distinguirlo de las bondades del Neoliberalismo, son vanos, pues no pueden obviar que este personaje pertenece a la misma clase social que gobierna Norteamérica desde hace décadas, que fue aceptado por el Partido Republicano, la fuerza prevalente en sus instituciones políticas, como miembro de su organización y como candidato a las elecciones presidenciales y que obtuvo el poder con los procedimientos permitidos y las leyes en vigor. Es parte de su orden y de su sistema.
Otra cosa es que Donald Trump se caracterice por conducirse con una considerable desfachatez -pocas veces vista en la vertiente pública de los representantes de las élites dirigentes- y que se exprese con una notable desvergüenza, falta de comedimiento y de respeto hacia todo lo que no comparte. Frente a la exquisitez en las formas y la fina retórica del presidente saliente, Barack Obama, el contraste con este patán millonario, solo bueno para hacer dinero y con qué procedimientos, es mayor.
Pero, conviene no olvidar que, sobre todo, se trata de una mera cuestión formal. Ni entre los Demócratas y los Republicanos hay un abismo en sus concepciones políticas, ni sus alternativos gobiernos aportan grandes diferencias en el statu quo de los ricos y los pobres. Ni hacia afuera, ni hacia dentro.
Y eso, precisamente, es lo mejor que tiene Donald Trump. El esperpento de líder que encarna este redomado reaccionario resulta esclarecedor: la bajeza moral, la insensibilidad humanitaria y el grosero materialismo, más allá de su hipócrita doble moral de “virtudes públicas y vicios privados”, que definen a las cúpulas del poder y que solo se vislumbran ocasionalmente, con este magnate bufón se están poniendo en evidencia, desde el primer día de su mandato, en toda su magnitud. ¡Que así sea!