Confinados en las alturas
Y cuando digo “alturas” me refiero a algo tan poco idílico como la azotea de mi casa. Un espacio habitualmente reservado para menesteres prosaicos y para acumular trastos en los correspondientes cuartos y que, por mor del Coronavirus y el obligado enclaustramiento generalizado, se ha convertido en territorio de asueto colectivo para los vecinos (con estrictos turnos y distancias de seguridad, por supuesto). Cuartos que, envueltos en polvo y abandonados a su suerte, han mutado casi por arte de magia, por ejemplo, en coqueto estudio de pintura. Pintura pausada, quizás por el carácter de la aprendiz de pintora, quizás por solo disponer de un lienzo que se pretende alargar hasta el fin del confinamiento.
Es curioso cómo cambia la perspectiva de las cosas y de los espacios en situaciones límite. Una zona casi olvidada y hasta en ocasiones despreciada, un lugar accesible pero apenas transitado, repentinamente se ha convertido en una especie de “chill out” de última tendencia al que acudimos para refrescarnos, en el amplio sentido de la palabra.
No fue así siempre. La azotea de mi casa me despierta recuerdos infantiles imborrables. Recuerdos de juegos inocentes, escondites secretos y objetos misteriosos, mascotas venidas a menos, manualidades nunca acabadas y, por qué no decirlo, con el transcurso de los años, animosas actividades propias de cualquier adolescente.
Desde las alturas de mi edificio, un edificio cualquiera, vulgar y sin mayor personalidad, diviso los tejados y azoteas colindantes, algún refrescante ático y, con el tranquilizador anonimato que siempre ofrece “mirar desde arriba”, algunas fascinantes ventanas del vecindario.
Es fácil comprobar cómo la mayoría de las terrazas que alcanzo a observar han ido sufriendo una paulatina transformación con el transcurso de los días. Primero fue alguna tímida y desvencijada hamaca, en uno de los edificios más lejanos. Después le sucedieron, sin prisa pero sin pausa y de forma generalizada, algunas sombrillas, mesas, sillas, toldos, extraños e incomprensibles aparatos de gimnasia y hasta alguna barbacoa fugaz desempolvada de lo más hondo de algún trastero.
La vida, prácticamente inerte a píe de calle, se ha ido trasladando progresivamente a las alturas de los edificios donde mis convecinos han ido creando pequeños remansos de tranquilidad. Aire y luz necesarios para sobrellevar, de la mejor manera posible, la tristeza del encierro.
Constato la determinación y convicción con que algunas vecinas, especialmente, se entregan al más intenso de los ejercicios físicos o a mí al menos me lo parece. Bien sea haciendo “largos” en interminables idas y vueltas en el balcón, bien sea trotando en círculos en sus terrazas. Gente que tal vez no puede vivir sin ejercitarse o, quizás, aprovechan las circunstancias para ajustar cuentas con eternas autopromesas incumplidas.
No muy lejos, a la altura de la calle Mayor, una señora de contenida edad y exigua azotea y a la que conozco de cruzar cordiales saludos desde tiempo inmemorial, se las ha ingeniado para saltar diariamente a la azotea del edificio colindante, mucho más amplia y espaciosa. Un edificio comercial cerrado a cal y canto como todos. Con evidente satisfacción por disponer de tal extensión para ella sola y quizás también embargada por la excitante sensación de su pequeña pero exitosa triquiñuela, trota diariamente con manifiesto deleite, por encima de miles de artículos de última tecnología que esperan mejores tiempos para volver a ser objeto de deseo de presuntos compradores.
Otros, los menos, se esmeran como nunca en cuidar las macetas y pequeños jardines de sus ventanas y terrazas. Pareciera más que una afición, una verdadera reivindicación de lo verdadero y lo sencillo como contraposición a la complejidad de los tiempos que vivimos.
Le he puesto rostro, incluso en contados casos nombre, a muchos de mis convecinos. Rostros hasta ahora anónimos que cobran sentido cuando nos cruzamos miradas cómplices, de amparo. Sonrisas veladas y miradas fugaces intercambiadas a lo largo del día, del interminable día. Cuando la apremiante necesidad de consuelo se diluya, ¿volveremos a la rutina del saludo cortes y huidizo? El mañana está por descubrir.
Observar las aves urbanas se ha convertido en una inesperada afición. Ante la atropellada retirada de los humanos a sus respectivas guaridas, la fauna alada gana espacio con decisión. Irredentas palomas, foráneas tórtolas, resucitados gorriones y hasta algún receloso mirlo me acompañan en mi primera visita matutina a nuestro discreto paraíso terrenal. A veces, cuando el sueño se rebela, antes de amanecer, me acomodo a la espera de que las cotorras del parque levanten ruidosas su atropellado vuelo. Me sobrevuelan todas las mañanas en desigual formación y pequeños grupos, sin mayor orden ni concierto, marcando las distancias como si con ellas también fueran las nuevas normas de “distanciamiento social” que estamos a punto de asumir como cotidianas en el futuro. Y los vencejos, siempre haciendo imposibles cabriolas mientras, según parece, se alimentan de desprevenidos insectos. Dicen que los vencejos pueden dormir mientras vuelan. Surcan el aíre permanentemente y solo aterrizan para poner sus huevos y criar sus polluelos. ¡Volar durmiendo o dormir volando! El sueño eterno de cualquiera.
En la calle, el vacío se ha apoderado de todo el espacio. Solo algún transeúnte fugaz, bolsa en mano, y algunos perros arrastrando a sus dueños mientras intentan entender, con orejas gachas y mirada extraviada, qué demonios está pasando. Quizás deban subirlos a las alturas, donde la vida, pese a todo, continúa.