La política como problema
La política se ha convertido en un problema cuando debería ser una solución. La inestabilidad política en España nos afecta en múltiples ámbitos. Influye en la actividad económica, en la aprobación de leyes, en la resolución de problemas sociales. La actividad de instituciones como los cabildos está condicionada por la falta de interlocutores en el gobierno central que afronten los problemas energéticos y medioambientales, las grandes inversiones en infraestructuras o la superación de las políticas de recortes que nos mantienen con carencias de personal muy graves o con limitaciones a la inversión.
Pero por encima de estas preocupaciones existe un malestar general en la sociedad por la forma en la que las personas dedicadas a la actividad política están afrontando este momento y la crisis de valores éticos para orientar las decisiones. La sociedad no comparte una acción política donde prima el interés partidista y la escenificación del relato y la comunicación. Aumenta el divorcio entre el lenguaje político y las preocupaciones de la ciudadanía de la calle que necesita entender y explicar lo que se impone. Los grandes poderes económicos y mediáticos presionan de manera invisible y las organizaciones políticas no transparentan esos condicionantes.
Según la encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas de la semana pasada, “Los políticos en general, los partidos y la política” representan el segundo problema para el 45,3% de los españoles, sólo por detrás del paro que alcanza el 60%. De esta manera, “los políticos” se convierten en el problema que más crece para la ciudadanía del Estado español, aumentando en más de seis puntos porcentuales en apenas dos meses. Es innegable que son cifras muy preocupantes que nos alertan sobre la necesidad urgente de tomarnos en serio el cambio en la manera en la que entendemos la política.
Aunque es evidente que la parálisis política y la incapacidad de las fuerzas progresistas para ponerse de acuerdo, anteponiendo intereses partidistas al interés de las personas, han contribuido al descrédito del sistema político, también es cierto que no se trata de una tendencia nueva. La desafección política como fenómeno social relevante se remonta por lo menos, a la última década, aunque se lleva gestando desde hace al menos treinta años en los que la globalización neoliberal, la desregulación financiera y la circulación de capitales a escala global han despojado a los estados democráticos de buena parte de su capacidad de decisión.
Sea cual sea la postura que se tenga sobre el 15M es innegable que se trató fundamentalmente de un movimiento de protesta resultante del desencanto con la manera de ejercer la política. No en vano el lema que ha pasado a la historia como leitmotiv de aquellas movilizaciones es el “No nos representan”, el eslogan que más contundentemente y con más éxito condensó el descontento con la democracia representativa y el alejamiento de los políticos respecto a los intereses y demandas de la ciudadanía.
No se trata de un fenómeno exclusivo de España. El “Journal of Democracy”, una de las publicaciones académicas más prestigiosas del mundo en el estudio de la democracia, ha publicado un estudio en el que señala que en Europa, el porcentaje de personas que considera como esencial vivir en un país que esté gobernado democráticamente se ha ido reduciendo ininterrumpidamente desde 1950 y en la actualidad se sitúa por debajo del 50%. Pero más grave aún es que esta desafección es mayor entre los más jóvenes. En Estados Unidos entre las personas que nacieron después de 1980, el apoyo a la democracia es de sólo el 30 por ciento.
Si nos fijamos en la Encuesta Social Europea, un estudio que se realiza de forma simultánea en 29 países europeos cada dos años entre 1.500 y 2.500 individuos, la confianza en los partidos y en los políticos está en su nivel más bajo desde que se empezó a hacer la encuesta, en 2002. La percepción es en gran medida que los partidos no se diferencian gran cosa unos de otros. Entre 0 y 10, el nivel de acuerdo con la afirmación “Los diferentes partidos políticos proponen alternativas que se distinguen claramente entre sí” es de 5,2 en España.
Este es el escenario en el que tenemos que afrontar una repetición electoral en España, que supone las cuartas elecciones generales en cuatro años, un hecho inédito en la historia reciente de España. El motivo de que estemos llamados de nuevo a las urnas es que las dos principales fuerzas progresistas representadas en el parlamento, PSOE y Podemos, han sido incapaces de llegar a un acuerdo para formar gobierno. Y el desacuerdo se produce después de una negociación incomprensible, de meses de reproches públicos en los que parecía que ninguna de las dos partes tenía un interés real y genuino por conseguir un entendimiento.
Pero me preocupa mucho más cómo detener esa sangría de descrédito de la acción política donde se generaliza el que todos los políticos actuamos igual y donde la corrupción, la mentira, la injuria, el descrédito injustificado no tiene castigo social ni electoral. Y me preocupa porque en ese terreno es donde crecen los movimientos fascistas y donde se justifican posiciones de extrema derecha que destruyen los valores y el sistema democrático. No concibo la participación política sin incluir las exigencias éticas que nos obligan a priorizar el interés general, a mantener los compromisos, a no modificar nuestras valoraciones por conveniencias electorales o de pactos, a no ceder a los chantajes aunque nos cuesten votos fáciles.
La repetición de elecciones es una mala noticia para Canarias. La actividad de la administración estatal se ralentizará y afectará a los retos y cambios que debe afrontar el Archipiélago. Muchas de las transferencias que le corresponden a Canarias deberán esperar a que haya un nuevo presupuesto estatal para que sean actualizadas, así como el desarrollo del autogobierno con el nuevo Estatuto de Autonomía y el actualizado Régimen Económico y Fiscal. Canarias, debido a un escaso desarrollo del autogobierno y de la capacidad recaudatoria y de un deficiente sistema de financiación es un territorio muy dependiente de las transferencias del Estado.
En este panorama, las personas progresistas de Canarias tenemos que tener una representación clara que no solo defienda las singularidades del archipiélago, sino también un proyecto coherente, fundamentado en las aspiraciones de la mayoría social, con una voluntad inequívoca de progreso que consiga revertir las décadas de mal gobierno que nos han situado a la cola de todos los indicadores positivos y a la cabeza de todos los negativos, como paro, corrupción, pobreza o abandono escolar.
La voluntad de cambio de los hombres y mujeres de Canarias quedó fielmente reflejada en el resultado de las elecciones municipales, insulares y autonómicas del pasado mes de mayo. Tanto en el Gobierno de Canarias como en la mayor parte de los cabildos insulares y los principales ayuntamientos de las islas, el resultado electoral permitió conformar gobiernos progresistas que pusieron fin a muchos años de mal gobierno. Se abrió un nuevo tiempo político en las islas, que es depositario de las esperanzas de muchas personas para revertir la situación.
Y es que la cuestión nacional es inseparable de la cuestión social, especialmente en un lugar como Canarias, que ha conocido en su historia reciente la pobreza y la miseria más extremas, y aún hoy tiene a buena parte de su población en riesgo de exclusión social. De muy poco sirve la defensa del autogobierno y las singularidades políticas, económicas y sociales de este archipiélago si luego se utilizan esas competencias para gobernar en favor de las oligarquías locales e insulares, de la explotación y del agotamiento de un territorio escaso y frágil.
Ese nacionalismo integrador y progresista, que mira al futuro, solo puede ser posible si se compromete con el empleo de calidad, la lucha contra la pobreza, la defensa de la sanidad y la educación públicas, el desarrollo de la ley de dependencia o la igualdad y la protección del medio natural. Pero todo ello solo puede sostenerse desde un sistema tributario justo y progresivo que garantice unos ingresos adecuados para que se puedan desarrollar políticas públicas destinadas a combatir la desigualdad. Es decir, prácticamente todo lo contrario de lo que se ha venido haciendo en la última década.
La defensa de Canarias tiene que llevar aparejada la defensa de la democracia. Sin caer en el chovinismo creo que Canarias es un lugar que puede ser referente en la defensa de los valores democráticos. Nuestra geografía y nuestra historia nos han convertido en un territorio singular, un puente entre tres continentes con una cultura mestiza. Somos una sociedad abierta, tolerante y acogedora, que en ocasiones ha sido pionera en el reconocimiento de la diversidad. Hace tiempo que convivimos con otras comunidades nacionales, integradas desde hace décadas en nuestras islas y que han incorporado Canarias a su propia identidad.
Por supuesto también tenemos que hacer bandera de la lucha denodada e incansable contra la corrupción. La corrupción es la negación de la ley, de la igualdad, la justicia y de la propia democracia. Detrae recursos y atenta contra el poder de decisión de la ciudadanía y es una de las principales razones de la desafección hacia el sistema político. Es un mal que ha asolado nuestra tierra. No hay mejor defensa de un territorio que defenderlo de quienes solo ven en él una forma de enriquecimiento y poder.
La defensa de la democracia y de la buena política no es una cuestión retórica y alejada de los problemas cotidianos de la gente. Es uno de los retos colectivos más urgentes que tenemos que abordar si queremos conjurar el riesgo del ascenso de la extrema derecha y la destrucción de nuestros sistemas de convivencia. En Canarias es necesaria la apuesta por un proyecto de defensa de nuestras singularidades y autogobierno desde una perspectiva progresista, que conecte con las demandas de una ciudadanía cada vez más crítica. Y eso solo puede hacerse desde la coherencia entre el discurso y los actos y alejándose de actitudes incomprensibles para el electorado que les lleven a pensar que “todos son iguales”.