Violencia de género
Abríamos el Nuevo Año cuando nos llegó de nuevo la triste noticia, el canto de la guadaña: Una mujer había muerto en manos de su novio, amante, marido o conocido.
Y entonces me acordé de un periódico, se llamaba “El Caso”, un semanario de sucesos que marcó una época. Un periódico que repleto de fotografías mostraba pasiones ajenas, destrucción, violencia, crímenes. Un día el titular de una noticia me quitó el sueño. Estaba aterrorizada, la crónica hablaba de un padre de familia, un “dechado de virtudes” que sin saber el por qué había asesinado con un hacha a sus tres hijos y a su mujer que dormía plácidamente. Aquellos hachazos sonaron durante mi niñez y siguen sonando cada vez que nos dan empujones, nos tiran al suelo, nos dan patadas o nos llaman “putas”.
Eso que ahora se llama guerras románticas, peleas, reconciliaciones abrazadas por amores, odios, insultos que terminan en llantos en hogares infelices. Un plato amargo llamado violencia de género que niega los derechos de las mujeres y reproduce desequilibrio y muerte entre ambos sexos, ya que no es exclusivo de un género. La destrucción de nosotros mismos.
Sé que no es un problema nuevo, antaño los hombres alardeaban de castigar a mujeres, controlar sus expresiones, movilidad y sexualidad. Un problema que ha estado presente en las sociedades, música, literatura como en el Poema de Mío Cid” donde los condes de Carrión propinan una paliza a sus esposas, hijas de Rodrigo Díaz de Vivar, y las dejan muertas o Emma Bovary que no sobrevive a la psicología de las mujeres de la época o el silencioso clamor de “El color púrpura” una niña embarazada de su padre con 14 años.
Mujeres, que en los años sesenta del pasado siglo, decidimos ser libres, trabajar para equipararnos a los hombres en igualdad de derechos, alcanzar una presencia en la sociedad, tener los mismos derechos y las mismas posibilidades.
Relaciones que actualmente desembocan en miedo, horror, estadísticas. Noticias que las cadenas nacionales nos muestran a diario: Vecinas que, con voces temblonas, interpretan a los periodistas lo inexplicable. Imágenes vivas de la muerte que recorren nuestros hogares como si de una película muda se tratara porque ya no nos impresiona. Entonces me pregunto:
¿Cuántas muertes necesitamos para erradicar un asunto que infringe los derechos humanos más universales, lastima la salud pública y nos deja la ausencia de rostros y niños huérfanos a los que decimos que mamá tuvo que irse al Cielo?