Lo malo de lo viejo, lo malo de lo nuevo
El Liberalismo, la ideología económica que desde el siglo XIX promovía la mínima participación del Estado en la economía y la mayor libertad de actuación para la iniciativa privada, pues pretendía que, de este modo, las fuerzas del mercado, por sí solas, harían la mejor asignación de los precios y los salarios, se hundió en el Crack de 1929, en su momento, la mayor crisis en la historia del sistema capitalista por su gravedad, duración y consecuencias: con la quiebra del mercado de valores de Nueva York se precipitó, con un alcance mundial, un largo periodo de deflación, hundimiento productivo, desempleo masivo y contracción del comercio.
Tras el fin de la peor confrontación bélica de la historia, la Segunda Guerra Mundial, se produjo un gran pacto en torno a políticas económicas fordistas y keynesianas en los proyectos de reconstrucción de los países occidentales que, al reconocer un papel principal para el Estado en la economía y una clara orientación social a sus democracias representativas, permitió realizar sociedades “de libertad individual” altamente provechosas. La emergencia del periodo conocido como “la edad de oro del capitalismo” coincidió, no por casualidad, con la de los Estados del Bienestar.
No obstante, las crisis económicas de los años setenta debilitaron gravemente ese consenso. La recesión económica, las pérdidas masivas de empleo, la inflación, la crisis fiscal y el enorme aumento de la deuda de los Estados crearon la ocasión para la contraofensiva “neoliberal”, la cual, a través del control de los gobiernos de los Estados occidentales más poderosos (con Reagan en EEUU y Thatcher en UK, a la cabeza), de las organizaciones internacionales determinantes y de los medios de comunicación corporativos, creó una plataforma ideológico-disciplinaria global que le permitió naturalizar su economía como “técnica” y conseguir la hegemonía de su política, como pensamiento único.
Frente a los viejos liberales, antipolíticos, antiestatales y nacionalistas, los neoliberales habían aprendido la lección: utilizando la capacidad de intervención de la actividad política y el Estado para evitar toda interferencia legal o ideológica a los intereses privados, se centraron en batir, solapadamente, a su mayor enemigo, la socialdemocracia, por ser la muestra de que el capitalismo puede y debe ser controlado para asegurar un orden mínimamente democrático y social. Y su mejor arma ha resultado ser la Globalización, ariete de las soberanías estatales.
El logro de las reaccionarias élites de poder ha sido mayúsculo. Se han drenado múltiples recursos públicos hacia los oligopolios multinacionales; se han alcanzado niveles de acaparamiento de riqueza inauditos; se han “socializado” la gran mayoría de las pérdidas del estallido del “Casino Financiero” en 2008; y se están consiguiendo unos niveles generalizados de empobrecimiento e indefensión.
Las líneas de fractura son gravísimas y múltiples: la defensa del medioambiente, el desarrollo democrático, la preeminencia de la economía productiva, el cuidado de la dignidad laboral, la protección “de la cuna a la tumba”, la estabilidad en las relaciones internacionales y el progreso de los valores humanísticos se encuentran subsumidos a la gestión empresarial sin tino y extractiva sin límite que los neoliberales hacen del mundo.
Muestra del nivel de abyección y necedad de la actual tiranía reaccionaria es que se ha provocado la rotura de la solidaridad intergeneracional, uno de los mandatos naturales para la supervivencia de la especie. Hace pocos meses, el diario británico The Independent lo ilustraba a las claras: “Los niños de la era Thatcher [1979-1990] tienen la mitad de la riqueza que la generación anterior” ¿Hasta cuándo esta locura normalizada?