¿Qué bloquea al parlamento?
La democracia es el orden político más liberador, plural y solidario, pues considera que todas las personas –con la condición de ciudadanía reconocida- tienen el mismo valor y capacidad equivalente para participar en los asuntos comunes de la sociedad y decidir sobre las alternativas del interés general. Por ello, no es de extrañar que este modelo de gobierno haya despertado la oposición de las autoritarias élites de poder. Y que, solo después de interminables periodos de tiranía y de múltiples enfrentamientos, se haya podido extender entre las naciones.
No obstante, como es público y notorio, regímenes democráticos los hay de muy distinta condición y coherencia con los valores de dignidad y protagonismo cívico que propugnan. Y en la propia historia reciente de España, se puede constatar. La férrea dictadura militar del “generalísimo” Franco, se pretendía, no obstante, una “Democracia orgánica”. Solo tras su muerte, con la Transición Democrática, se volvió a recuperar constitucionalmente la soberanía nacional en el pueblo y, aunque se reinstauró la Monarquía, el ejercicio del poder político quedó reservando al Parlamento, formado por representantes de la ciudadanía elegidos democráticamente y a título personal.
Esa es la teoría, pues, con las circunscripciones y la leyes electorales que se promulgaron, aunque formalmente respetan el principio democrático de que “cada persona, un voto”, ni los votos valen lo mismo, ni el acceso a los escaños es igual para todos. La Democracia de la ciudadanía se ha venido sustituyendo por una Partidocracia, apuntalada en las listas electorales cerradas y orientada a favorecer a los grandes partidos y su expresión fáctica, el bipartidismo.
No obstante, en diciembre de 2015, por el notable apoyo electoral a dos nuevas fuerzas de implantación estatal, se acabó la larga etapa de mera alternancia en el poder, y en condiciones de mayoría absoluta, para el Partido Socialista Obrero Español y para el Partido Popular. Se dijo, entonces, que los nuevos partidos -Podemos y Ciudadanos- traían al Parlamento la “Nueva política”, caracterizada por la lucha contra la corrupción, la transparencia gubernamental y la participación ciudadana.
No obstante, han debido realizarse unas segundas elecciones en junio de este año, ante la imposibilidad de formar gobierno por falta de apoyo parlamentario, y la situación permanece enquistada. Los líderes políticos de las cuatro organizaciones partidarias, que si llegaran a pactar podrían conformar un ejecutivo, llevan meses insistiendo en sus posicionamientos iniciales, diciéndole a los demás lo que deberían hacer y atribuyendo a los otros la incapacidad de negociar una salida.
Nada nuevo, por cierto: tras exacerbar las diferencias ideológicas, la idoneidad programática de las distintas propuestas políticas y la capacidad moral para representar a la ciudadanía, ponerse de acuerdo para gobernar, es mucho más difícil.
Aunque ésta no es la mayor dificultad. Todos los partidos en liza -los clásicos y los nuevos- consideran perfectamente legítimo imponer la disciplina de partido a sus señorías. Todos, aunque la Constitución determina que los miembros de las Cortes Generales no están ligados por mandato imperativo alguno (Artículo 67) y el voto de Senadores y Diputados es personal e indelegable (Artículo 79).
En eso consiste la Democracia: ciudadanos y ciudadanas eligiendo a ciudadanos y ciudadanas para que les representen en las instituciones de gobierno a la búsqueda del bien común. El problema no está, por tanto, en el Parlamento, está en las actitudes partidocráticas que, persistiendo, lo amordazan.