Khajuraho, la cuna del Kamasutra. Taj Mahal y Varanasi (Segunda parte India)
Y una mañana en que el sol comenzaba a calentar tímidamente, llegamos al hogar de los dioses, a Khajuraho. En aquel momento mi imaginación no tenía sosiego, estaba deseando conocer aquellos templos tántricos que desde muy joven hechizaron mi curiosidad.
Templos ubicados sobre una plataforma elevada, torres decoradas que se han hecho famosas por tener esculpidas figuras, escenas cotidianas: ceremonias, niños jugando, animales, formas geométricas y ornamentales. Divinidades y esculturas de cuerpos perfectos que nos muestran poses y posiciones del kamasutra. Y aunque hay que señalar que solo un diez por ciento de estos relieves representan escenas sexuales. El amor, el deseo y el sexo están presentes como los elementos esenciales de la vida.
Un espectáculo artístico que desde 1986 es reconocido por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad. Actualmente quedan solo 22 templos de los 80 que existían en su origen. Creemos que, en su momento, fue diseñado como un manual o tratado amatorio de posiciones para el amor, para enseñar estas artes a los más jóvenes o quizás como homenaje al amor entre Shiva y Parvati, dos de las deidades más veneradas en India. Dioses que desconocen el pecado y exhiben tal belleza, que ejercen sobre los turistas una influencia turbadora y al mismo tiempo un estremecimiento gozoso.
Y por fin llegamos a una de las siete maravillas del mundo al Taj Mahal, que parece salido de un cuento oriental. Un monumento ubicado en las cercanías de Agra. Representa un canto al amor. Un impresionante conjunto arquitectónico mogol con estilo musulmán, combinado con elementos de India y Persia. El poeta R.Tagore dijo que era “una lágrima en la mejilla del tiempo”.
Desde el pórtico de entrada hasta en el mismo mausoleo observé como unos versos que provienen del Corán nos dan la bienvenida. La mayoría de los textos describen la recompensa de los fieles al llegar al Paraíso. En ese momento dejé que, por unos minutos, mi mirada se perdiese en esa existencia, en aquella religiosidad. Un mausoleo mandado a construir por el emperador mogol Sha Janan para su reina favorita Munmaz Mahal, quien murió al dar a luz su décimo cuarto hijo. Los mejores constructores, los mejores obreros, las mejores joyas, las mejores piedras… todo era poco para el lugar de reposo de su amada; incluso, se desvió el río Yamuna para que el Taj Mahal pudiera reflejarse en sus aguas. Y allí, tras dos décadas de construcción, en el 1648, fue enterrada su amada Mumtaz Mahal, cuyo nombre significa “Perla del Palacio”. Él murió, de pena, unos años después.
Y cuenta la leyenda que el emperador deseaba construirse, en la otra orilla del río, un mausoleo similar al de su esposa pero en mármol negro. Éste sería el Taj Negro. Y dicen que en las noches de luna llena, cuando ésta se posa sobre el Taj se proyecta una sombra en el estanque. Un reflejo perfecto del Taj Mahal pero en color oscuro. Y añaden los lugareños que allí está enterrado el emperador y que cada mes marido y mujer se unen a la luz de la luna. Es un bonito relato pero ni se han encontrado restos de mármol negro en los jardines, ni se ha podido excavar en ellos para ver si es allí donde están los restos de Sha Janan.
En los largos recorridos en el autobús, intentaba comprender la historia de los habitantes de India, trataba de entender. Me recreaba mirando por la ventanilla el paisaje. Grandes extensiones de arrozales o de maíz, mijo y trigo o cebada. También observaba el paisaje humano: peregrinos, sadhus, que es un asceta hindú o un monje que sigue el camino de la penitencia y la austeridad para obtener la iluminación y felicidad. Familias que circulan en una moto o recorren a pie largas caminos.
Mercadillos repletos de vendedores y compradores, mendigos. Hombres afeitando a otros hombres en plena calle o ejerciendo de peluqueros. Saris y turbantes de todas las tonalidades, dioses, lagos, ríos y templos y carteles de estrellas de Bollywood, dibujan un paisaje multicolor. Y entonces, sientes que esa especie de inquietud aventurera por conocer otras culturas, sientes que ese ansia hacía lo lejano se ha cumplido. Curioso ver las vacas sagradas comiendo, junto con perros o cabras incluso algún mono, desperdicios de bolsas de basura: restos de alimentos, trapos, kleenex, botes de zumos, papel.
El guía aprovechó las horas de autobús para contarnos cosas sobre la historia de India como la llegada de Alejandro Magno, la ocupación musulmana, la invasión de los mongoles, la colonización británica y la independencia del país con Ghandi a la cabeza y el conflicto de Cachemira. No nos contó que India, después de 70 años de democracia, intenta dejar atrás las castas, ni tampoco una noticia que me sorprendió mucho al leerla en estos días, y es que su economía superará a la de Estados Unidos en el 2030 según, una investigación que acaba de publicar Standard Charteres, un banco multinacional con Sede en Reino Unido.
Al anochecer, bajo un cielo que amenazaba tormenta, llegamos a Benarés, la ciudad que data del siglo XI a. C. La ciudad sagrada a orilla del Ganges y cuyo nombre significa “Dios Creador” Dicen que fue donde el dios Brahma ofreció su primer sacrificio después de la creación del mundo. El punto final de millones de almas, de hindúes que son llevados al río sagrado para ser incinerados en sus orillas. Caminando por Varanasi, me sorprendió encontrarme con una ciudad mercado: cientos de negocios, de puestos en donde te venden de todo. Sedas, mochilas o zapatos, elefantes y monos de mármol, comidas.
Aquella noche el río estaba desbordado por lo que no pudimos ver las escalinatas que descienden a sus aguas y que reciben el nombre de ghats. Solo pudimos contemplar que entre las corrientes, surgían barcas, templos, torres sagradas, un panorama fantasmagórico.
Esa misma noche descubrimos los rincones de Varanasi, como se llama actualmente a Benarés y lo hicimos en los rickshaw y a pie. Y disfrutamos de una ceremonia llamada “Ganga Aarti”. Un grupo de hombres se sitúa sobre unos altares frente al río y de forma teatral alzan flores, se escuchan campanillas y cantos devocionarios, repetidos y sonoros, dedicados a la Madre Ganga. Representan la tierra, -agua, lámparas y velas – en honor al componente fuego e incienso.
A la mañana siguiente visitamos, entre un temporal de lluvia, entre mujeres y hombres, que caminaban como sombras, una Varanasi que olía a vida y a muerte a sándalo y a cloacas, a humo. Y por mi mente comenzaron a recorrer emociones, encuentros de páginas escritas. Un relato que escribí sobre Las Viudas Blancas en India, Almas errantes, lo titulé. Estaba ambientado en esa misma ciudad en la que puedes contemplar unos 2.000 templos, incluido el “Templo Dorado”, dedicado al dios hindú Shiva.
Y Llegamos a los crematorios y vimos como preparan las pilas de madera para el difunto que está a punto de llegar o que está en el suelo envuelto en sabanas, mientras sus familiares esperan el turno para poder incinerarlo. Después sus cenizas son lanzadas al Ganges y el fallecido podrá encontrar la vida eterna. Todos queríamos hacer fotos a pesar de que está prohibido. Y de repente me encontré con la mirada de un señor que estaba sentado junto a una pira. El hombre comenzó a hablar conmigo:
-Por favor no haga fotos, este es un lugar sagrado al que traemos a nuestros muertos
-Lo entiendo, añadí al mismo tiempo que bajé la cabeza avergonzada. Aunque él no esperaba ninguna respuesta. Él posiblemente rezaba mientras los restos del ser querido se incineraban. Esperaba arrojar las cenizas al río, romper el ciclo de las reencarnaciones y conseguir la liberación para el alma del familiar.
Si tuviera que regresar a India, Varanasi sería una de las primeras ciudades que volvería a visitar. Un lugar en donde se vive el cotidiano peregrinaje igual que una explosión volcánica. Una ciudad en el que se vive lo perenne, el sosiego infinito y la amorosa eternidad.