La raíz del Carnaval de Gran Canaria se sitúa en los bailes de máscaras de la Italia del XVI
El origen del Carnaval de Gran Canaria se remonta al siglo XVI, cuando se popularizaron los bailes de máscaras que el poeta Bartolomé Cairasco de Figueroa había importado de Italia, según documenta la Fundación para el Estudio de la Etnografía y Artesanía Canaria (Fedac) del Cabildo de Gran Canaria.
Cuatro siglos después los grancanarios disfrutan cada mes de febrero de esta tradición y, después de haber gozado los de la capital, Gáldar, Guía, Agüimes y Maspalomas, aún les queda para disfrutar una ruta que los llevará por los de la Aldea, Arucas, Telde, Santa Lucía o Mogán.
La clase alta de Gran Canaria, explica la Fedac, disfrutaba de los bailes al estilo veneciano, con música, juegos, representaciones teatrales y agrupaciones musicales denominadas comparsas ya en esa época.
El pueblo llano también tenía su Carnaval, más participativo y ruidoso, en la calle, tabernas y plazas, con pañuelos para la cabeza, chaquetas del revés o ropas usadas a modo de disfraz, y ello a pesar del hostigamiento del poder político y la Iglesia.
Las caretas y antifaces, de influencia veneciana en la alta sociedad y hechas de cartón o talega en las clases humildes, se prohibieron porque impedían a las autoridades la identificación y porque se usaron para ajustar cuentas en casos excepcionales.
Pero lejos de desaparecer, fueron el origen en el siglo XVIII de “las tapadas”, las famosas mascaritas canarias, por lo general mujeres, aunque también hubo algún hombre que se hacía pasar por mujer, lo cual fue muy criticado por la Iglesia.
La época del año de celebración coincide con la Cuaresma y guarda relación con costumbres cristianas pero también paganas, con rituales de purificación y fertilidad que simbolizaban el cierre de un viejo ciclo para dar paso a la primavera.
La dictadura de Primo de Rivera, la Primera Guerra Mundial o la división provincial del Archipiélago fueron acontecimientos históricos que condicionaron la celebración del Carnaval, al igual que las prohibiciones y regulaciones del poder político y eclesiástico que trataban de impedir la fiesta, tal y como ocurrió durante la Guerra Civil.
Tortillas de Carnaval y Parrandas
Después de la postguerra, en torno a 1950, el Carnaval de Gran Canaria se camufló de Fiestas de Invierno para sortear las restricciones políticas y los bailes de máscaras comenzaron a celebrarse en las sociedades recreativas de Agüimes, Telde, Arucas, Santa María de Guía, Agaete y en el Gabinete Literario, el Club Náutico o el Círculo Mercantil de Las Palmas de Gran Canaria.
Las guitarras, timples y panderos eran los instrumentos de las parrandas de amigos para “correr los carnavales” entre risas, bromas y la famosa pregunta “¿me conoces mascarita?” con la que rompían el hielo.
Las mascaritas recorrían los barrios en grupo para pedir a los vecinos “perritas”, tortillas de carnaval y huevos con los que hacer dicho postre y en las casas de conocidos eran convidadas a una copa de ron o anís. Este dulce casero admite numerosas variedades según la cocina donde se elabore, si bien los ingredientes indispensables son huevos, harina, leche, azúcar, aceite, anís, canela, limón y matalahúva.
Domingo de Piñata y tradiciones recuperadas El Carnaval acababa el Domingo de Piñata, después del miércoles de ceniza, con un baile de mascaritas en un salón donde se colocaba una piñata llena de caramelos. Al final del baile, que transcurría al son de guitarras, timples, laúdes y tambores, se jugaba a tirar una de las cintas de la piñata hasta que se daba con la que la abría, momento en el que las mascaritas se apresuraban a recoger los caramelos que habían caído al suelo.
El primero de la democracia y la recuperación de tradiciones El primer Carnaval moderno llega a Gran Canaria con la democracia y a la capital de la Isla de la mano de Manuel García Díaz, presidente de la Asociación de Vecinos de La Isleta, con quien recupera su esencia, surgen las murgas y con ellas las críticas a la gestión municipal sin ningún tipo de censura.
En los 90, el Proyecto de Desarrollo Comunitario de la Aldea se volcó en la recuperación del cariz ancestral de la fiesta a través de la memoria de personas mayores como Cho Cayetano, que recordaba la tradición de finales del siglo XIX de vestir a los niños con pieles de cabras, cuernos y cencerros para emular el ganado o la práctica de disfrazarse de diablo con zaleas de cordero, cabeza de vaca e incluso con el rabo en llamas para atemorizar a los pequeños.
El Proyecto de la Aldea procura cada martes de Carnaval que estas tradiciones no se pierdan y otros ayuntamientos de la Isla han seguido la misma línea de intentar recuperar viejas costumbres ante el abandono del Carnaval tradicional, como Telde o Arucas que celebran bailes de mascaritas.
El entierro de la sardina
El entierro de la sardina es un desfile de máscaras que parodia un cortejo fúnebre encabezado por un grupo de curas y cardenales al que se le une una comitiva de plañideras vestidas de negro que acompaña a un catafalco con una gran sardina moribunda, que acaba incinerada al son de la música.
Las mascaritas expresan con grandes aspavientos y griterío el dolor por la muerte de la sardina en representación de la tristeza por el fin de la fiesta y el comienzo de la Cuaresma, periodo de ayuno y recogimiento espiritual dominado por la iglesia católica.
En cuanto a su origen, la Fedac menciona al director del grupo Los Sabandeños, Elfidio Alonso, quien recuerda la costumbre de los niños de las zonas rurales de Canarias de atravesar con dos palos, a modo de asidero, la parte inferior y superior del tronco de una platanera al que daban forma de machango, para posteriormente abrir un hueco en el centro, como si fuera el corazón, donde colocaban una vela encendida.
Esta tradición, que se remonta a 1940, finalizaba con un desfile en el que los niños portaban baldes y escobas para rociar con agua a quien se cruzara en el camino y después de distintas ceremonias, el machango se enterraba o se tiraba al barranco.
Otra versión sitúa el origen del entierro en una anécdota ocurrida en la época del rey Carlos III, cuando unos nobles encargaron unas sardinas del norte de la Península que acabaron quemadas y enterradas en la Casa de Campo al llegar en mal estado, convirtiéndose en una costumbre carnavalera.