¿Me conoces, mascarita?
Ha llegado el carnaval, los días equívocos y carnales en el que las noches se convierten en una explosión de luz, hierven los deseos, los maquillajes y las fantasías de oro y plata, de plumas y lentejuelas. La muchedumbre ríe y se balancea al ritmo de murgas que censuran o lanzan improperios a gobernantes y personajes conocidos de la sociedad. Bailan con las comparsas, dan rienda suelta a la ficción y el humor, y por encima de las cabezas enmascaradas agitan los brazos, tiran polvos talcos, gritan, escapan de la cotidianidad, escapan de sí mismos.
El carnaval juega un papel liberador. Un papel en la que los Drags Queen expresan provocación con sus ropajes, zapatos y actitudes. Así este año en el Parque Santa Catalina la parodia titulada: Mi cielo, yo no hago milagros; que sea lo que Dios quiera, ha formado un revuelo, ha creado algo más que malestar y opiniones para todos los gustos. Unos dicen que hay ataques homófobos, otros que se ha faltado al respeto y a la libertad de los demás, a la religión y a la historia. El director artístico del Carnaval de Las Palmas de Gran Canaria, Israel Reyes dice que “Es, artísticamente hablando, impecable y no tenía intención de ofender, que solo hay una utilización del lenguaje estético como lo hacen pintores, escultores, directores de teatro o de ópera, o como ocurre en la literatura”.
Lo cierto es que a mí lo que me gusta es recordar otros tiempos, los tiempos de la prohibición, cuando el carnaval era frenesí, aturdimiento de los sentidos, la transgresión metafórica de las normas. Me gusta retroceder en el tiempo en que el carnaval era una fiesta popular, y adopta máscaras igual que los primitivos o los actores griegos o latinos. Me gusta recordar la época de las máscaras, de esas caretas pendientes de un hilo, de esas caretas que decía Alonso Quesada: “compraban el sábado y el domingo entraban en su casa con ella puesta”
Llevar careta era poner la voz en falsete para fingir quien no era y ejercer la posibilidad de mostrarse atrevido o lanzar proposiciones a las mujeres que encontraban a su paso, pasarse por adivino y leer la suerte sin ser reconocido. Coqueteaban, reían, bromeaban, hacían cabriolas. Y si el interlocutor encajaba la broma le expresaba su sentimiento, la sacaba a bailar, la invitaba a torrijas y aguardiente o les amenazaban con escobas para que les diesen limosnas. Otras veces, el público perdía el tino y, sin saberlo, se dejaba arrastrar por una mascarita que nos hacía una pequeña reverencia, al mismo tiempo que se sujetaba con las manos el borde de la falda, como queriendo decir:
– ¿Baila usted? Finalmente vivían lo que en aquel momento se podía tachar de momentos de locura en la que terminaban bailando con arrebatados suspiros, hombres con hombres o mujeres con mujeres.
Lo peor es que por aquel entonces yo era pequeña, y aquellas mascaritas vestidas con tules, refajos, pijamas, sombreros: todo antiguo y amarillento de estar guardado durante años, con sus caretas acartonadas y deformes que imitaban viej@s, diablos, monstruos, me daban pánico. En la inconsciencia infantil era imposible creer que fueran seres humanos.
Pero cuando más me asustaban era cuando se acercaban y con grititos casi histérico preguntaban: -¿Me conoces, mascarita?
Ahora las máscaras son de diseño. El sexo no es un tabú sino un derecho. El carnaval es una alegoría a la vida, una entrega a la muerte simbolizado en el entierro de la sardina. Una fiesta de masas, casi un gigantesco botellón en el que se entremezclan la fantasía de las Reinas con los Drags Queens.
Un carnaval en el que yo sigo escuchando -¿Me conoces, mascarita?